Jana, con su carácter indomable, tenía la habilidad única de poner a prueba la paciencia de Cruz en cada oportunidad. Era como si la joven tuviera una necesidad constante de desafiar las reglas y las expectativas que se le imponían. Ya fuera con comentarios mordaces que se le escapaban sin filtro o con una obstinación palpable al resistirse a cualquier tipo de autoridad, Jana siempre encontraba la manera perfecta de sacar a Cruz de sus casillas.
Cruz, un hombre acostumbrado a la disciplina y al orden, intentaba mantener la calma, pero cada encuentro con ella era como una lucha interna. Sentía una profunda admiración y respeto por la joven, pero al mismo tiempo, no podía evitar sentir que la frustración lo consumía. Cada vez que se enfrentaban, él trataba de ser paciente, de comprender su naturaleza rebelde, pero se sentía atrapado entre el respeto que le profesaba y la irritación que sus actitudes provocaban.
Una tarde, en uno de esos momentos tensos, mientras Cruz intentaba explicarle por enésima vez las reglas que debía seguir, Jana lo miró fijamente con una expresión desafiante. Su mirada no dejaba lugar a dudas: no iba a ceder, no iba a ser como las demás.
“Si esperabas que fuera como las demás, te equivocaste”, dijo con voz firme, como si lo retara a aceptar su verdadera esencia.
Cruz, conteniendo la rabia que amenazaba con estallar, se quedó en silencio por un momento. La frustración se mezclaba con una extraña sensación de comprensión. Quizás, pensó, Jana no era el problema. Tal vez era él, sus propias expectativas, lo que lo estaba limitando. En ese instante, algo dentro de él cambió. La joven no iba a encajar en el molde que él había imaginado, y tal vez esa era precisamente la lección que necesitaba aprender.