La mansión Pedraza, que siempre había sido brillante y llena de risas, ahora estaba envuelta en una atmósfera densa. La familia del terrateniente, que había vivido en lujo, ahora se enfrentaba a una realidad cruel: los campesinos estaban cada vez más en dificultades y las deudas se acumulaban. Maruja, la esposa dulce, y Pepita, su joven hija, siempre estaban preocupadas por el destino de la familia. Su vida ya no era tranquila como antes, y las preocupaciones sobre el futuro parecían inevitables.
Cada día, las noticias sobre los campesinos que se iban y las tierras que eran confiscadas aumentaban el miedo en sus corazones. Maruja a menudo se despertaba en medio de la noche, inquieta. Sabía que si la situación seguía empeorando, perderían todo lo que tenían. Cada paso que daba la familia parecía más pesado, y no pasaba un día sin que sintieran ansiedad e inseguridad.
Mientras tanto, el experimentado mayordomo, Don Pedro, había estado observando la situación de cerca. Sabía bien las dificultades que enfrentaba la familia Pedraza. Con su vasta experiencia, Don Pedro se dio cuenta de que, si no se tomaban medidas a tiempo, la familia se enfrentaría a un futuro incierto. Le preocupaba que estas dificultades no solo afectaran a la familia, sino que también pudieran convertir toda la propiedad en una carga invisible.
Una mañana, Don Pedro decidió hablar con el patrón. Con destreza, presentó la situación actual y ofreció su consejo sincero. “Señor patrón, permítame ser directo. La situación es muy grave. Si no tomamos medidas a tiempo, los campesinos se irán, las tierras quedarán abandonadas, y perderemos todo lo que tenemos.” El patrón escuchó el consejo de Don Pedro con rostro pensativo. Sabía que el mayordomo tenía razón. Sin embargo, saldar la enorme deuda en un corto período de tiempo no sería nada fácil.